Kanchana prepara mi chai con dedicación, utilizando un mortero de acero para machacar jengibre, hierba limón, cardamomo y pimienta negra. Le pregunto por su familia, por su salud, y enseguida se le llenan los ojos de lágrimas. Hace tiempo que necesita que alguien se lo pregunte. Mi reflejo inmediato es abrazarla, y así lo hago. “Es muy difícil, Anjali. Mi hermano trabaja tanto, mi hijo también, día y noche enteros…”. Ella sigue hablando mientras yo remuevo la olla de chai justo cuando está a punto de hervir. La conversación acaba de empezar, y tendremos muchos pequeños momentos como éste. Me aseguraré de que así sea.
De momento, me llevo mi masala chai al sofá hundido de nuestro salón, donde me siento con mi padre y disfruto de los periódicos de la mañana. Primero abro las páginas de ocio, saboreo el aroma de la tinta antes de sumergirme en su contenido. Mi padre toca la radio, creyendo que quiero escuchar sus melodías rasposas, pero yo me siento feliz escuchando a los cuervos y la llamada del bhaji-walla de abajo, acompañados por el sonido familiar de las bocinas en la carretera principal, sonidos que significan que estoy realmente en casa.
Aparece un plato delante de mí como por arte de magia, con una dosa crujiente y reluciente encima, un pequeño cuenco de acero con chutney de coco y un idli blando y humeante justo al lado. Kanchana me mira con una sonrisa de satisfacción. Entre nosotras pasa un entendimiento silencioso, una camaradería compartida por mujeres que se dedican a las necesidades de los demás. Es una conexión formada por el arte de preparar una comida y ofrecérsela a alguien que corresponde con gratitud ilimitada. Kanchana y yo intercambiamos este lazo secreto con frecuencia. Espero que mis hijas también experimenten este momento en sus vidas. Espero que vuelvan a casa con esta misma sensación de pureza.
Rompo una esquina de la dosa caliente y mantecosa; esta es la sensación que quiero transmitir a todos los que ahora llamo “casa” en Barcelona. Cuando cocino para ellos, cuando les imparto clases, cuando comparto mis conocimientos con ellos. Quiero traerlos de vuelta a este mismo lugar…
St. John’s Wood, Londres: De tés conLeche y Galletas de Chocolate
Con la luz tenue de las tardes de invierno, el viaje de vuelta a casa se me hace pesado, como si arrastrara en el autobús todo mi ser empapado por la lluvia. Sin embargo, la posibilidad de tomar el té en casa me revitaliza, ya que es un momento en el que vuelvo a mi verdadero yo, un yo que a menudo permanece oculto durante la jornada escolar. El cemento, las paredes de ladrillo, el cielo gris y los gritos de los niños en el patio de recreo nunca me reconfortaron. Era una niña tímida y reservada, pero no de un modo triste. Tenía una existencia soleada y brillante. Era una soñadora. Soñaba con cielos de colores y con todas las cosas bonitas. Siempre me gustó el amor. El amor era todo aquello que acogía, que cuidaba y que entregaba. Y para mí, Londres en 1980 no se sentía así. Había una angustia oculta por todas partes. Desde la era de la música punk, algo intimidante, hasta el conservadurismo que trajo Margaret Thatcher, parecía haber una ira extrema por todas partes.
Pero a medida que me acerco a casa, cada paso más cerca de mi puerta, sabiendo que mi madre estará allí, con Radio One sonando de fondo, en nuestra pequeña y activa cocina, preparando la cena mientras espera mi llegada, poniendo el agua a hervir… eso me trae un pequeño rayo de color…
La hora del té. Un ritual preciado, un momento de sereno solaz. Es un momento de reflexión. Permite ese momento de bajar el ritmo. Ver mi reflejo en ese líquido lechoso, marrón como la piel y brillante. Es como un cálido abrazo y un minuto de ser yo misma. Sin grises, sin lluvia, sin uniformes malolientes.